Si algún día perdiera la memoria, podría rearmar mi vida ordenando cronológicamente las fotos que me han encontrado delante y detrás de una cámara. En un álbum armado con cartulinas descoloridas, aun está aquella primera foto, arropado en pañales, conjuntito blanco y babero, aquel 10 de marzo del 75 en el que decidí saltar de esa pecera de líquido amniótico para conocer el mundo. Frente a mí estaba papá, escondido tras una cajita plateada, que varios años después supe era una cámara Kodak Signet de 35mm del año 1952, que aún sigue funcionando. Luego vendrían otras cámaras, varios álbumes de fotos, incontables rollos desordenados en cajas de zapatos y con la llegada de las cámaras digitales, torres de cds que iban creciendo a medida que el disco duro de la computadora colapsaba con mis imágenes. Eventualmente, algunas fotos lograron mostrarse al mundo a través de páginas web, otras se pegotearon en paredes montevideanas en afiches de algún toque, y una fue expuesta ostentando una mención especial en la entrada del cine de Trinidad, en donde pasé tantas matinés masticando chicles y comiendo chocolatines y medallones de menta. Muchas sucumbieron en la papelera de reciclaje, y otras tuvieron mejor suerte, y cruzaron fronteras para aparecer en la revista La Mano (Argentina), en la Indie Rocks (México) y más de un centenar lograron ganarse su espacio en la revista Placer, donde actualmente trabajo como periodista.